miércoles, 14 de diciembre de 2016

MIRADAS



Las miradas de los niños son ventanas al mundo.

Las miradas de mis niñas son mi mundo.
 

domingo, 4 de diciembre de 2016

MI SUEGRO: UN IMPRESCINDIBLE


Escribo cuentos y poemas, invento historias , y muchas veces, le doy forma de relato a las confidencias de algunos amigos que me piden que sea su voz. Otras no, en rarísimas ocasiones comparto pedacitos reales de mi vida o de las personas que han sido o son parte de ella. Hoy es uno de esos días: voy contaros quién era ese viejo bonito que se ve en la foto usando el uniforme de teniente de la República Española.

Se llamaba Manuel Santos Heredia y era de Quentar, un pueblo muy chiquito de la provincia de Granada, al sur de Andalucía. Hoy tiene menos de mil habitantes, cuando él nació un 1 de agosto de 1920 (si mal no recuerdo) no sé si tendría más o menos que hoy. Sé, por lo que él me contaba, que eran pocos y todos se conocían, cualquier madre era buena para mandarte a casa porque hacía frío o para limpiarte los mocos si pasaba cerca y tú tenías "las velas colgando".

Fuimos familia accidentalmente, su hijo y yo nos conocimos en Granada en 1991 y nos casamos en Brasil en 1993, dónde Manuel estaba exiliado y desde dónde lloraba por su Granada natal cuando se bebía dos copas o hasta sin beber ninguna. Incluso después de separarme de su hijo y volver a casarme, seguimos siendo suegro y nuera y él llamaba nietas a mis dos hijas, la que llevaba su sangre y la que no, pues como él decía, el lazo que nos unía nos permitía obviar esos detalles civiles y legales para poder considerar a mis dos hijas nietas y que las dos lo llamaran abuelo Manolo. Este pequeño detalle ya os dice mucho sobre que tipo de hombre era mi suegro, pero voy a daros más para que entendáis porqué aprendí tanto de él y con él y de qué manera me transformó en alguien mejor.

Hace días estoy leyendo la novela de Raimundo Castro Marcelo  que habla sobre los maquis y me es imposible hacerlo sin pensar en Manuel. El libro se llama Los Imprescindibles y me está sentando muy bien leerlo, pues es uno de esos libros reconciliadores y poderosos que te ayuda a abrazar a esos hombres tan olvidados y que son, como él me dijo una noche, la versión masculina de la bien pagá, pero a lo bestia. A mi suegro y a sus compañeros España les pagó muy mal, pero que muy remalamente, usando sus palabras.

Pasaron de ser los héroes defensores de la democracia a ser unos parias, unos proscritos y casi los primos del Coco ese que se lleva niños por la noche.

Cuando la guerra española empezó en 1936, él era menor de edad y aún así se alistó en el bando republicano, lo mismo que mi abuelo Cristobal Salas, un poco mayor que Manuel y que fue guarda de asalto. Durante la guerra, mi abuelo conoció a mi abuela y comenzó los primeros renglones de una historia bella y dramática de la que hablaré otro día, por su lado, mi suegro llegó a teniente en los tres años que duró la guerra y su nombramiento salió en el último boletín del estado antes de que los nacionales tomaran Madrid.

Leyendo la novela de Raimundo Castro que arranca en una Puerta del Sol llena de indignados y nos lleva a través de los recuerdos de un viejo miliciano a revivir otros sentimientos de otros jóvenes igualmente indignados  que lucharon y perdieron nuestra guerra me he emocionado en muchas ocasiones.

No pretendo contar la trama ni fastidiar su lectura, pues lo que quiero es que la leáis y detesto leer resúmenes o reseñas que me fastidian el misterio de los buenos libros. Espero que cada página os sorprenda y os toque el corazón como ha tocado el mío y os sirva para sentir más cercanos a esos hombres, sean de vuestra familia o no y sean de vuestro bando o no.

Su lectura me reafirma en cosas que creo desde hace muchos años: Recuperar la memoria para cerrar heridas es igual de imprescindible para el mundo que contar con esos hombres que saben luchar más tiempo que los buenos o los mejores.

Tuve el honor de conocer a uno de ellos, mi suegro Manuel, que estuvo en la partida del Yatero, por lo menos hasta 1947 y que hasta muchos años después no pudo hablar sobre eso con nadie porque él, como tantos ex combatientes había seleccionado los recuerdos de la guerra y después de filtrarlos los  tenía metidos en diferentes cajones de la memoria, algunos que se abrían a la menor oportunidad y otros que permanecerían cerrados para siempre, o eso pensaba él.

Quiso el destino que un día me dispusiera yo a enseñarle a mi hija mayor lo peligrosa que es internet y como queda allí registrado todo lo que hacemos, y al azar puse los nombres de varios famosos para que ella viese como el google nos enseñaba páginas y páginas. Quise también usar el nombre de un pariente que no usara internet para demostrarle que si nunca has estado on line y no haces tonterías virtuales el buscador te respeta y nada muestra sobre ti. (Hoy me río ante mi inocencia, dicho sea de paso).

Fatalmente escogí el nombre de mi suegro. 

Enseguida apareció un documento de la Universidad de Granada, del departamento de Historia Contemporánea que habla de la partida del Yatero y las diferentes actuaciones del movimiento antifranquista en la provincia de Granada.

En la página 257, el nombre de Manuel y su participación en el secuestro de un joven de Quentar por el que pidieron rescate. Los nombres de otros compañeros que yo le había  nombrar como protagonistas de diferentes episodios, incluso el relato de como uno de ellos, por el que él lloraba a veces,  no había muerto como Manuel pensaba, torturado en la cárcel sino que había logrado huir a Francia.

Mi primera orden a mi hija, por el respeto que yo le tenía a mi suegro fue decirle que aquel descubrimiento era accidental y no debíamos jamás mencionárselo al abuelo, era su secreto y debíamos respetarlo. Me sentía muy incómoda y casi tenía vergüenza de mirarlo a los ojos. Vivíamos en la misma calle, su casa frente por frente a la mía, y muchas veces me llamaba, a gritos desde su porche, lo mismo para decirme que quería comer sardinas en escabeche, que mi madre le preparaba, o que deseaba que me fuera a echar un ratito con él.  A veces discutíamos y nos quedábamos unos días sin hablarnos, otras veces me buscaba o lo buscaba yo porque nos queríamos mucho, pero nunca le dije que yo sabía que él había sido maqui. 

Los años pasaron y él se fue apagando poco a poco.

Le costó mucho morirse, operado del corazón, con marcapasos y con la máquina de oxigeno aún prestaba resistencia. Fue en una de esas tardes en que me fui a acompañarlo  que me preguntó si recordaba el viaje que habíamos hecho a España en el 98, lo bien que lo pasamos y el uniforme que se compró. Empezamos a reírnos de la cara de muchos parientes en Brasil al verlo asomar vestido de teniente en futuras fiestas familiares, el orgullo con el que encargó su uniforme tantos años después de haber sido ascendido. Lo guapo que se sintió con él. Nunca lo había vestido, su nombramiento fue tan al final de la guerra que no le dio tiempo de encargar que se lo hicieran y en fin, muchos recuerdos y risas, llantos y dame un poquito de agua Isabelita que se me acaban las lágrimas.

Mi suegro era de las pocas personas que me han llamado Isabelita, y recuerdo como en una de esas veces que me incliné sobre él  para darle su agua me soltó un Isabelita muy llorón que me extrañó. La verdad no quiero agua, dijo, pero me gustaría un abrazo.

Y así abrazaditos me volvió a contar de su amigo muerto en la cárcel. Aquel amigo que en realidad, como yo sabía, había huído a Francia y que como él, había sido maqui.

No pude callarme más y con mucho cuidado le dije que eso no era así, él empezó a pelearse conmigo y a decirme que era una cabezona testaruda que le discutía a un republicano cosas de antes de que yo naciera. Le tuve que pedir que me dejara contarle la verdad. 

Poco a poco le confesé cómo, por casualidad, había dado con del documento. Le expliqué porqué no le había contado nada debido a que él nunca nos había hablado de ese tiempo en el monte y le pedí muchos perdones.

No sabía si regañarle por hacerme llorar también, caso no me perdonase, en un acto desesperado de defensa propia, pero  al final lloramos los dos, nos pedimos perdón los dos y lo escuché hablar por primera y única vez sobre el Yatero, el miedo en el monte, el frío, los secuestros, los rescates y otras cosas que estaban escondidas, pero deseando salir, en alguno de aquellos cajones tan mal cerrados. Tuvimos por así decirlo una sesión sanadora de "memoria histórica", de esa que sirve para cerrar heridas y no para llenarlas de sal. Hablamos de la guerra, de las dos tías monjas de mi abuela paterna quemadas vivas por los rojos, y del hermano de su marido fusilado por los nacionales. Lloramos como seguramente se llora aún en muchas familias españolas donde murieron asesinados familiares de los dos bandos y donde hasta hoy se lamenta el horror de una guerra civil.

Al igual que con  la novela de Raimundo Castro Marcelo no voy a estropear las cosas con detalles que no interesan.

Del libro deciros que es excelente y de mi suegro afirmaros que es uno de los mejores hombres que conocí, que él me enseñó a ser "republicana" y que gracias a él y a otros como él algunos poemas tienen sentido y  atraviesan el tiempo para apuntar al futuro como el escogido para abrir la novela de la que hablamos en este texto, que podría ser una reseña si yo supiera hacerlas.

Gracias Raimundo, salí ganado en el cambio, muchos besos.

Isabel Salas
Madre de Carmen, nuera de Manuel, familiar de asesinados por los dos bandos en una guerra que jamás debió suceder.


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